San Juan Diego y
el Adviento
Reflexión para la Homilía del 9 de diciembre de 2018,
Segundo Domingo
de Adviento
9 de Diciembre, San Juan Diego
Primera Lectura: del
libro del profeta Baruc 5, 1-9
Salmo: Del Salmo 125
Segunda Lectura: de
la carta del apóstol san Pablo a los filipenses 1, 4-6. 8-11
Lectura del santo Evangelio según san
Lucas 3, 1-6
Queridos hermanos:
Hoy debemos estar
alegres, a esta alegría nos invita nuestro Padre del Cielo:·”despójense del
luto y de la aflicción” (…) “porque Dios mostrará tu grandeza”, alegres tenemos
que estar, nos dice, porque Dios se acordó de su pueblo, para que camine seguro
bajo la gloria de Dios.
Y hoy debemos
estar doblemente alegres porque este domingo, además del segundo domingo de Adviento,
el segundo domingo de la espera del nacimiento de nuestro Señor, celebramos
también el día de un gran santo, quizás del más grande santo mexicano: celebramos
el día de San Juan Diego. La historia de san Juan Diego nos recuerda la
historia de Israel, ya que nos relata cómo Dios se inclina hacia ellos, de la
misma forma como se inclinó también sobre nuestro pueblo indígena para que
naciera México, para que camináramos seguros bajo la gloria de Dios, para
hacernos presente la verdad de que estamos bajo su sombra y bajo su resguardo.
No es
coincidencia que estas fechas estén tan cerca: el Adviento, la Inmaculada
Concepción a quien celebramos ayer, san Juan Diego, la Virgen de Guadalupe, el
Nacimiento de nuestro Señor. Pareciera como si Dios, con el Acontecimiento
Guadalupano quisiera ayudarnos a recordar la alegría del Nacimieno de Jesús,
que por medio de María, viene a
salvarnos. Pareciera que nos señala el camino para vivir de manera adecuada
este encuentro con Jesús a través de María, pareciera que nos enseña que el
camino a Jesús es por María. La Virgen de Guadalupe nos lo presenta, en su
vientre, como decíamos el domingo pasado: Jesús está vivo en su vientre, en su
presencia real en la Tilma de Juan Diego. La presencia de María en la Tilma es
un anuncio del nacimiento del Salvador.
San Juan Diego,
hermano mayor nuestro, nos señala y nos comparte el camino por el cuál fue
llevado, un camino de vida en la verdad, un camino de humildad, un camino de
consciencia de la propia nada, de obediencia, de entrega total a Jesús por
medio de María.
Grandes cosas ha
hecho por ellos el Señor, nos dice el Salmo 125, y estábamos alegres, pues ha
hecho cosas grandes por su pueblo el Señor, grandes cosas después de pasar por
el desierto. Todos pasamos por un desierto en nuestra vida, el pueblo de Israel
pasó por un desierto, nuestros indígenas, nuestro pueblo, también pasó por un
gran desierto.
En la segunda
lectura de la carta del apóstol San Pablo a los filipenses, San Pablo les dice
que está convencido de que aquél que comenzó en cada uno su obra, la irá
perfeccionando siempre hasta el día de la venida de Cristo Jesús. Estas
palabras son también para nosotros hoy. Es como si San Pablo nos dijera esto
mismo a nosotros hoy, y es que él está seguro de que la obra que el Espíritu
Santo comenzó en nuestra vida, la irá perfeccionando hasta la venida de Cristo
Jesús. Y recordemos que María es templo vivo del Espíritu Santo, es trono y
sagrario de la Santísima Trinidad. Y es obra del Espíritu Santo que nos da a
María para que nos ayude en este camino, para que conozcamos la verdad de
nuestra fragilidad y de la necesidad que tenemos de una Madre que nos ayude y
nos guíe para encontrarnos con Cristo Jesús.
¡Debemos ser agradecidos por tanto don! Y si nos damos cuenta de
que nos falta gratitud por todos los dones de Dios a través de la historia, por
su presencia en la Eucaristía, por la presencia de María y la ayuda de los
santos, entreguemos a Jesús en la ofrenda de esta Eucaristía, la parte de
gratitud que nos falta, es decir entreguémosle, con un corazón contrito y
humillado, nuestra ingratitud, para que Él mismo pueda transformarla en
gratitud plena, para que transforme nuestro corazón y nos haga cada vez más
parecidos a Él.
Tanto la aclamación del Aleluya,
como la Lectura del Santo Evangelio nos invitan también a estar alegres, nos
invitan a preparar el camino del Señor, nos exhortan a que hagamos rectos los
senderos y y poder así ver al Salvador.
Pues bien, Dios nuestro Padre, nos entrega a su Hijo y a su Espíritu divino en
María, como un insturmento eficaz para llevarnos por un camino recto, para
prepapar el sendero y poder ver al Salvador. San Juan Diego fue llevado por
este camino. San Juan Diego, nuestro más grande santo mexicano, vivió en esa
alegría después de haber pasado por el desierto de su verdad, después de haber
pasado por el desierto de la incomprensión, después de haber pasado por el
desierto del reconocimiento de su propia incapacidad, de su propia huída del
camino al que Dios lo invitaba por medio de María.
San Juan Diego era un señor ya de 57
años cuando María le salió al encuentro para convertirlo, para transformarlo,
para hacerlo sentir verdadero hijo de Dios por medio de María. Así es que vemos
que para Dios no hay impedimento alguno, todos tenemos esperanza de una
verdadera conversión al Señor, no importa la edad, no importa nada. Sólo
importa nuestra apertura y nuestra
gratitud por los dones de Dios, dones que nos otorga por su amor misericordioso
e incomprensible.
Recordemos que México es una nación
mariana, México nació de María de Guadalupe por voluntad de Dios. Recordemos
que es la única nación en el mundo que tiene una historia así, es la nación
escogida por Dios para que habitara María permanentemente por medio de la Tilma
de san Juan Diego.
Pidamos
a san Juan Diego, hermano que nos precede en la fe y en este camino, nos ayude
a abrirnos a ir tras sus huellas para ir por el camino de la humildad. Que nos
ayude a dejarnos mirar por María, que nos enseñe a mirarla para enamorarnos de
Ella y con esto enamorarnos de su Hijo, al cuál Ella siempre nos lleva.
¡Que que así sea!
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